Artículo de Rafael Narbona en El Cultural de El Mundo sobre la obra de teatro 24 Horas en la vida de una mujer, de Stefan Zweig, a consecuencia de su representación en el Teatro Galileo de Madrid.
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Stefan Zweig gozó de un éxito colosal, pero el ascenso del nazismo le obligó a emigrar. Encarnaba todo lo que Hitler odiaba: judío, escritor cosmopolita, hombre culto y refinado, amigo leal y ciudadano comprometido con la libertad y el diálogo. Exiliado en Brasil, Zweig se quitó la vida con su pareja cuando el nazismo parecía una marea imparable, capaz de conseguir ese imperio de mil años que había prometido Hitler a los alemanes. En los años sesenta, se empezó a cuestionar el talento de Zweig. Era la época del posestructuralismo y, en el dominio de la crítica literaria, reinaban mandarines como Roland Barthes, Jacques Derrida, Gilles Deleuze y Jean Baudrillard. Y aún duraba la resaca de Sartre, que pontificaba desde su púlpito, lanzando anatemas contra todos los escritores “burgueses”, Zweig incluido. Además, se acusaba al autor austriaco de sentimentalismo, un pecado inexcusable en un tiempo donde se reivindicaba la autonomía de los textos como pecios de una gramática profunda desvinculada del hombre y la historia. Afortunadamente, esa perspectiva comenzó a debilitarse en los años noventa. En nuestro país, la extraordinaria labor de la Editorial Acantilado rescató a Zweig de las librerías de ocasión y segunda mano, devolviendo sus textos al lugar que les correspondía, con nuevas traducciones y bellísimas ediciones. El mundo de ayer se convirtió en un éxito de ventas y Zweig fue rehabilitado como uno de los grandes escritores del siglo XX. No era un novelista afectado por un sentimentalismo pueril, sino un escritor que había sondeando los estratos más profundos del ser humano, analizando sus pasiones con rigor y clarividencia. No era tan solo un narrador, sino un humanista que simbolizaba esa Europa libre, plural y tolerante que los nazis habían pretendido destruir. Zweig no era un mero entretenimiento, sino un faro en la noche oscura del totalitarismo.
Veinticuatro horas en la vida de una mujer es una novela corta que narra la peripecia de C., una viuda que a los cuarenta años se enreda en una aventura romántica con un joven polaco que apenas supera los veinte. No es un relato erótico, si bien tiene grandes dosis de sensualidad, sino la crónica de un encuentro fugaz entre dos vidas salpicadas por la tragedia. La viuda se casó a los dieciocho con un oficial británico, un hombre mayor que ella con el cual disfrutó de una existencia tranquila, pero exenta de pasión. Tras enviudar, cayó en la apatía. Con sus hijos mayores, su rutina se estancó en el tedio y el vacío. Sin metas ni ilusiones, resignada a una discreta infelicidad, todo cambió en el Casino de Montecarlo, cuando se topó con un joven que había perdido todo su dinero en la ruleta y acariciaba la idea del suicido. Su desesperación le conmovió y decidió ayudarlo, lo cual dio pie a una noche de pasión y a un doloroso desengaño. Su aventura no trascendió, pero le creó un profundo sentimiento de culpabilidad. La moral burguesa no tolera esa clase comportamientos. Por eso, guardará celosamente el secreto durante décadas, pero una discusión en una pensión sobre una mujer que ha abandonado a su marido y a sus hijos despertará el deseo de confesarse ante un desconocido, liberándose del peso que ha abrumado a su conciencia durante años. Stefan Zweig excluye la perspectiva moral. No pretende juzgar ni condenar. Su propósito es mucho más ambicioso. Quiere comprender, averiguar qué impulsos regulan la conducta humana, saber por qué las pasiones pueden llegar a ser tan destructivas.
Veinticuatro horas en la vida de una mujer es un pequeño tratado sobre el síndrome de Madame Bovary. Más humano e indulgente que Flaubert, Zweig simpatiza con la mujer que se deja arrastrar por la pasión, desafiando a los convencionalismos. Su forma de contar la historia de C., omitiendo un nombre que podría restarle su condición de arquetipo, revela una aguda comprensión de la sensibilidad femenina. Veinticuatro horas son suficientes para que un corazón solitario e incomprendido se sacuda el yugo de los prejuicios, aventurándose a amar a un desconocido. Los que censuran esta clase de comportamientos actúan movidos por el miedo a su propio instinto, a ese fondo irracional, “demoníaco”, que late en nuestro interior, priorizando la pasión sobre la razón. Zweig no disimula su aprecio por esas mujeres de vidas anodinas que acopian el valor necesario para obrar de acuerdo con sus sentimientos.